jueves, 27 de diciembre de 2007

Chicas lindas

Cuando Ricardo Romero me propuso editarlo, este libro estaba casi terminado: sólo me faltaba revisar la segunda parte, Chicas lindas. Entonces decidí incluir la crónica ficcionada La chica muerta, un poco en honor al título de la Colección Laura Palmer y otro poco en memoria de Andrea Danne, la adolescente asesinada que protagoniza mi relato.
Alguna vez espero volver sobre el tema con bastante más que los pocos datos que hoy recuerdo. El caso, plagado de misterio, empantanado en su momento por la impericia de la policía pueblerina y enseguida enterrado para siempre -probablemente con el aval de la misma policía-sigue impune.
Cuando unos pocos años más tarde el crimen de María Soledad ocupó la primera plana de los diarios, todos nos acordamos de Andrea.
Lamentablemente la violencia contra las mujeres es habitual en este país. Muchas veces termina en homicidio. Otras en desaparición, tal el caso de otra chica de mi provincia, María Fernanda Aguirre, secuestrada el 25 de julio de 2004.



viernes, 21 de diciembre de 2007

Presentación

Laiseca



Pandolfelli/Alche/Millán


Los amigos





Lai dice que. Fragmentos de su texto de presentación.

"Decir que este libro está bien escrito es insultarlo. Tiene profundidad. La profundidad que da el genio y no el talento, cosa poco frecuente en literatura.
Hay una leyenda en poesía: que es de mal gusto interpretarla. Tal vez así sea, pero sólo desde que se perdió el interés por el color y la forma. ¿No podemos decir por qué es bello Venus y Adonis, de William Shakespeare? Sí, podemos. Porque es propio de la obra de buen arte que nos permita hablar bellamente sobre ella. Lo que tiene expresión nos permite expresarnos. Es el mal arte aquello de lo que no debería hablarse. Hoy estamos rodeados por gente misteriosa que se enfurece si uno le pregunta: "¿Qué quiso decir usted aquí?" Que me perdonen pero desconfío de los misterios chasco que suelen ocultar la cosa mal hecha. [...]
Sabemos que así como ciertas mujeres quedan completamente embarazadas, muchas personas excéntricas se mueren pá siempre. El libro empieza justo así: con un funeral. ¿Qué puede ser más estimulante que un hermoso cadáver? Buenos auspicios.
Niño Valor y la protagonista, que son dos chicos, se asoman para ver el interior del féretro: "... temerosos de que el menor movimiento fuese a derramar la muerte y nos salpicase los zapatos nuevos, los zoquetes blancos, las ropas de cumpleaños". Y en otro lado: "Nada excitaba tanto su generosidad de jardineras (habla de unas viejas arpías que por allí pululan) que un velorio en ciernes". "Una tensión erótica atravesaba el aire como ocurre siempre en la desgracia." "Al lado mío Niño Valor dormía con las ropas puestas. Nos vi en el espejo grande del ropero: en la cama doble parecíamos un matrimonio de enanos." "Y la muerte era esto."
¿Querrá decir Selva Almada que la muerte es un matrimonio de enanos? Me parece que sí y en ese caso tiene razón.
A la autora ya de chica le venía la vaina de hacer relaciones extrañas. [...]
Los niños, cuando son geniales, encuentran relaciones excéntricas entre las cosas. Esto es porque, sin saberlo, se están preparando para su genio del futuro. Esta misma obra, por ejemplo. Aquí hay belleza, contorno nítido y expresión vigorosa.
Selva Almada es una mujer. Pero una mujer militar. Niña Valor. Peleadora la chica. Con justa razón se ligó sus buenos chancletazos.
La autora tiene un lenguaje riquísimo, cosa que puede verificarse en la parte de las flores (pág. 64), o en la del tesoro (pág. 123 y 124). Una verdadera maravilla. Sin embargo a veces tiene giros pueblerinos, como parte del rescate. [...] Por supuesto no es la primera vez que un autor rescata modismos regionales. Lo notable y luminoso es que, a pesar de estar todo narrado en primera persona, convive el lenguaje cultísimo con el decir de los pueblos del interior. De lo uno se pasa a lo otro sin esfuerzo y sin solución de continuidad. [...]
Con Una chica de provincia estamos ante un libro fresco y maravilloso. La riqueza es tan variada, tan de suprema calidad, que a su autora dan ganas de decirle: "Selva, por favor escriba algo feo, para variar, porque en usted la belleza ya constituye plaga. Una especie de vicio". [...]
Que sea una provinciana vaya y pase. Pero lo que jamás le perdonaré a Selva Almada es que no sea de Camilo Aldao. Como yo."

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Invitación


lunes, 10 de diciembre de 2007

Tapa [Mica Hernández]





jueves, 6 de diciembre de 2007

Contratapa

Una provincia, en un país como el nuestro, es bastante más que la división geopolítica de un territorio. Es una cierta manera de entender el mundo y un lugar desde donde mirarlo.
Cuando vine a vivir a Buenos Aires empecé a darme cuenta de que soy una escritora de provincia. Acá comencé a escribir de allá. Y no arrastrada por la nostalgia si no, tal vez, asombrada por el universo tan particular que, por ser de allá, podía reescribir, ficcionalizar, refundar desde acá. Acá siempre es la literatura, vaya adonde vaya.
Una chica de provincia reúne tres libros de relatos que son mi trilogía de Entre Ríos. Los dos primeros –Niños y Chicas lindas- narran historias iniciáticas. Los primeros careos con la muerte: la curiosidad que provoca ver el primer cadáver de nuestras vidas; el dolor por la muerte de animales queridos; la muerte de otro niño como la revelación de una verdad espantosa: los chicos también pueden morirse; la crónica del asesinato impune de una adolescente pueblerina. El último –En familia- es el relato de un suicidio.
Supongo que no es casual que la muerte sea el gran tema de esta trilogía. Después de todo, en los ríos de mi provincia se ha lavado la sangre de batallas históricas. Tampoco ha de ser casualidad que su accidente geográfico característico sean las cuchillas.

martes, 21 de agosto de 2007

Premio Juanele

La Biblioteca Alternativa Tilo Wenner y la Asociación de Teatro Metamorfosis, de la ciudad de Paraná, convocan a la primera edición del PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA «JUAN LAURENTINO ORTÍZ» para libros de poesía publicados.


BASES


1) Con el doble propósito de, por un lado, distinguir a la edición de libros de poesía en castellano y, por otro lado, incrementar el patrimonio bibliográfico de cinco bibliotecas de la provincia de Entre Ríos, en el mes de junio de 2009, se convoca a todos los escritores y editores interesados a participar del PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA «JUAN LAURENTINO ORTÍZ». El presente premio, cuyo nombre recuerda a uno de los más finos poetas de la lengua castellana, cuenta con el patrocinio del Programa Articular del gobierno entrerriano y establece para esta primera edición una recompensa consistente en:
1.a) una obra de arte inspirada en el libro ganador, cuya confección se encargará luego del fallo del jurado a un reconocido artista plástico; y
1.b) una suma en efectivo de 2.000 pesos (dos mil pesos, moneda argentina), o su equivalente en dólares si el autor ganador resultase ser no-argentino.
El premio se otorgará al mejor libro de poesía editado en papel que sea enviado al certamen y no podrá ser declarado desierto.
2) Se habilita a participar a todos los autores que así lo deseen, sin restricciones de sexo, edad, nacionalidad o residencia, con libros de poesía impresos en cualquier fecha y lugar, con o sin ISBN y sin límites de extensión, siempre y cuando envíen sus volúmenes impresos en castellano. No se aceptarán volúmenes sin encuadernar.
3) Cada escritor podrá enviar tantos títulos como desee. De cada título deben enviarse 5 (cinco) ejemplares. La totalidad de los ejemplares recibidos, una vez concluido el concurso, será donada a cinco bibliotecas de la provincia de Entre Ríos, a saber: Biblioteca Popular Luz Obrera, de Basavilbaso; Biblioteca del Instituto de Formación Docente nº 715, de La Paz; Biblioteca de la Casa de la Cultura; Biblioteca Alternativa Tilo Wenner y Biblioteca Comisión Vecinal Barrio 33 Orientales, estas últimas tres de Paraná.
4) El Premio «JUAN LAURENTINO ORTÍZ» se otorgará un libro de autor individual. Sin embargo, se aceptarán antologías y otras publicaciones colectivas (de grupos, de talleres, etcétera). De hecho, se otorgará como mínimo:
4.a) un Diploma de Honor a libro(s) de más de un autor.
También se concederán Diplomas de Honor a:
4.b) mejor libro de poesía para niños;
4.c) mejor libro de poesía con ilustraciones;
4.d) libro de edición más original (para libros-objeto que se destaquen formal y conceptualmente). El jurado tendrá la libertad de establecer otras distinciones, extendiéndose diplomas de honor por cada una de ellas.
5) No constituye obstáculo a la participación en este Premio que el/los libro/s aspirante/s se encuentre/n concursando en otro certamen ni que haya/n obtenido galardones de cualquier índole con anterioridad.
6) Plazo: la recepción de obras cierra el 21 de setiembre de 2009. Se tomará en cuenta la fecha del matasellos. Los envíos deben hacerse a:


“PREMIO JUAN LAURENTINO ORTÍZ,
25 de Mayo nº 518,
CP (3100), Paraná, Entre Ríos
Argentina”.
Los organizadores no se responsabilizarán por las pérdidas o daños que pudiera sufrir el material remitido, aunque les apenaría mucho cualquier incidente de este orden. Por eso se recomienda efectuar el despacho a través de correo certificado. Se acusará recibo de las obras mediante un mensaje de correo electrónico.
7) El jurado, que producirá su fallo antes del 21 de noviembre de 2009, estará integrado por 5 escritores y expertos en literatura de la región y sus nombres se harán públicos una vez emitido su veredicto, el cual será inapelable.
8) Cada autor deberá adjuntar una hoja que contenga los siguientes ítems: nombre completo, dirección postal, dirección electrónica, teléfono, breve curriculum y firma. Respecto a los libros de varios autores, bastará con enumerar los mismos datos de al menos un autor, o del editor, quien fuera que enviase el libro. Los autores que envíen más de un libro deberán remitir sus datos sólo una vez.
9) La remisión de los libros a la dirección indicada implica la plena aceptación de las bases de este certamen y consiente automáticamente la donación de los ejemplares recibidos a las bibliotecas mencionadas. Si un autor enviase menos de 5 ejemplares de un título, no se lo habilitará como contendiente al PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA «JUAN LAURENTINO ORTÍZ» y el conjunto de libros se repartirá lo más equitativamente posible entre las entidades beneficiadas. Las situaciones imprevistas que pudieran suscitarse se resolverán según el leal saber y entender de convocantes y jurados.
10) Por consultas, escribir a: BiblioWenner@Gmail.com.

sábado, 11 de agosto de 2007

Concurso Nacional de Novela


1º Premio Nacional de Novela
“Laura Palmer no ha muerto”,
de Gárgola Ediciones.

1. El 1º Premio “Laura Palmer no ha muerto” de novela es convocado por Gárgola Ediciones, con la intención de difundir la obra de autores argentinos jóvenes a través de la colección que da nombre al certamen.
2. Podrán participar en el Premio todos los autores de nacionalidad argentina, o que tengan otra nacionalidad pero más de diez años de residencia en el país, que hayan nacido después del 1º de enero de 1969.
3. Las obras que se presenten deberán ser inéditas y no haber sido premiadas en ningún otro certamen.
4. Los participantes podrán presentar cuantas obras consideren oportuno.
5. Las obras tendrán una extensión mínima de 150 páginas, tamaño DIN A4 (210 x 297 mm), mecanografiadas a doble espacio. Deberán enviarse dos originales impresos y copia digital (en CD), indicando claramente 1º Premio Nacional de Novela “Laura Palmer no ha muerto” a Gárgola Ediciones, Balcarce 1053, Oficina 1, CP 1063, Capital Federal, Argentina. Cada original irá firmado con seudónimo. Es obligatorio adjuntar un sobre cerrado en cuyo exterior únicamente figurará el seudónimo y el título de la obra; en su interior se contendrán los siguientes datos: nombres y apellidos del autor, dirección postal, dirección de correo electrónico y teléfono de contacto. No se aceptarán en el Premio obras enviadas por correo electrónico.
6. Los originales no premiados serán destruidos sin que quepa reclamación alguna en este sentido. Gárgola Ediciones no se hace responsable de las posibles pérdidas o deterioros de los originales, ni de los retrasos en la recepción por correo o cualesquiera otras circunstancias imputables a terceros que puedan afectar a los envíos de las obras participantes en el Premio.
7. Para despejar cualquier duda sobre el contenido de estas bases, los participantes pueden escribir a info@gargolaediciones.com.ar, o llamar por teléfono al número (011) 4300-0924.
8. El plazo de admisión de originales se cerrará el 1º de diciembre de 2009. Para los envíos por correo se tendrá en cuenta la fecha del matasellos. Por el hecho de presentarse al Premio, los concursantes se comprometen a no retirar su obra una vez presentada.
9. El Jurado estará compuesto por los escritores Daniel Kruppa, Selva Almada, Federico Levín como autores de la colección “Laura Palmer no ha muerto” y el escritor y editor Ricardo Romero como autor de la colección y en representación de la editorial.
10. El Premio se otorgará a aquella obra de las presentadas que por unanimidad o, en su defecto, por mayoría de votos del jurado, se considere la mejor.
11. El fallo del jurado será inapelable y se hará público en un acto que se celebrará en Buenos Aires el día 17 de marzo de 2010.
12. El Premio único será la edición de la obra ganadora en la colección “Laura Palmer no ha muerto”, de Gárgola Ediciones, en el transcurso del año 2010. El jurado podrá entregar menciones especiales a las obras finalistas que considere destacables.
13. El autor de la novela ganadora cede a Gárgola Ediciones el derecho exclusivo de explotación de su novela en cualquier forma y en todas sus modalidades, para todo el mundo. Esta cesión de derechos se entenderá realizada por el plazo de siete años.
14. Entre los derechos reconocidos a Gárgola Ediciones se entenderán comprendidas todas las modalidades de edición de la novela ganadora (rústica, tapa dura, bolsillo, club del libro, fascículos, ediciones para quioscos, reproducción impresa en publicaciones periódicas, antologías, libros escolares y otras ediciones especiales sean o no promocionales, impresión bajo demanda, etcétera).
15. También se entenderán comprendidos los derechos de reproducción, distribución y comunicación pública (en todas sus modalidades) de la obra en versiones electrónicas (incluidas las versiones multimedia y las redes informáticas de comunicación), en cualquier soporte electrónico en su más amplio sentido, pudiendo transmitirla a través de Internet y otras redes informáticas y de telecomunicaciones y permitiendo a terceros su reproducción y/o almacenamiento, así como el derecho de transformación y adaptación de la novela en cualquier modalidad de obra audiovisual (cinematográfica, televisiva, etcétera). Quedan también reservados en exclusiva a la editorial los derechos de traducción para la edición en todos los idiomas y la posibilidad de cesión a terceros. La editorial podrá realizar cuantas ediciones decida de la obra de entre un mínimo de 1.000 y un máximo de 5.000 ejemplares cada una de ellas. El autor percibirá el 10% del PVP (Precio de venta al Público) del libro, y el 60% de lo percibido por la editorial en las modalidades de explotación que supongan la transformación de la obra (traducciones, adaptaciones audiovisuales, etcétera).
16. El autor de la novela ganadora se obliga a suscribir un contrato de edición según los términos expuestos en estas bases. De no formalizarse el contrato, por cualquier circunstancia, el contenido de las presentes bases tendrá la consideración de contrato de cesión de derechos entre la editorial y el ganador.
17. Gárgola Ediciones se reserva el derecho de adquisición preferente del derecho de edición de cualquier novela presentada al Premio que, no habiendo sido la ganadora, sea considerada de su interés, previo acuerdo con los autores respectivos.
18. La participación en este Premio implica de forma implícita la plena y total aceptación de las presentes bases. Para cualquier diferencia que hubiese de ser dirimida por vía judicial, las partes, renunciando a su propio fuero, se someten expresamente a los Juzgados y Tribunales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

lunes, 6 de agosto de 2007

Lo que leí [7°Argentino de Literatura]

“Llegó sofocada y corriendo.
Vestía un modelo de tarde de un gris muy claro. Era un traje abotonado de arriba abajo, con solapitas y cuello camisero. Un cinturón del mismo color, muy estrecho, anudado a la cintura con un simple nudo. Calzaba altos zapatos. En torno a la garganta lucía un pañuelo de seda natural, verde y negro, formando un conjunto muy fino con el resto de su indumentaria.
Llegó un poco jadeante como si hubiese corrido mucho. Llevaba el cabello rojizo muy corto, peinado sencillamente, formando una melenita, con las patillas saliendo hacia la mejilla y un mechón de pelo sobre la frente. Los ojos tan verdes. Aquella boca suya que sabía a beso. Aquel palpitar de su pecho… Todo en ella denotaba la gran emotividad que sentía y no podía reprimir en aquel instante.”
A los siete años, tumbada en mi cama a la hora de la siesta y apretando el librito ajado y amarillento, canjeado en el quiosco de revistas, yo soñaba con ser como esta o cualquiera de las muchachas de Corín Tellado.
A mi madre le encantaban sus novelas así que siempre había dos o tres dando vueltas por la casa hasta que iba al canje y traía otras dos o tres, igualmente ajadas y maltrechas, con argumentos parecidos, pero tan fascinantes para mí: vestidos de gasa, cócteles en parques con piscina, bocaditos de salmón, besos fogosos, hombres que cuando sonreían enseñaban “un poco los dientes de lobezno hambriento”, hombres “crueles y despiadados”, que “calaban hondo”. Ella me permitía leerlas; en realidad, nunca me prohibió leer tal o cual cosa, y además me había contado que cuando era adolescente el abuelo Antonio –que murió cuando yo era muy chica- no la dejaba leer ese tipo de libros y que ella lo hacía a escondidas. Su anécdota, entonces, le agregaba un plus: estaba compartiendo con mi madre una especie de travesura.
Aunque aprendí a leer a los seis años, cuando empecé la escuela, enseguida lo hice rápidamente y de corrido, prescindiendo del dedito índice siguiendo las sílabas de las palabras y el balbuceo a la hora de pronunciarlas como les sucedía a casi todos mis compañeros de clase. No había aprendido a leer antes que el resto de mi generación, en esa época uno aprendía a leer cuando empezaba primer grado –ahora mis sobrinos de 3 y 4 años ya deletrean algunas palabras con bastante fluidez-, pero una vez que me llegó el momento no iba a perder el tiempo: quería leer sola, mis propios libros, a la hora que se me antojase: independizarme de los mayores por lo menos en eso.
Así es que los años 80 me encontraron devorando las novelitas de Corín: para mi felicidad, la prolífica asturiana había escrito miles así que contaba con una fuente inagotable de placer.
Fue gracias a estas lecturas que aprendí a usar el diccionario o, mejor dicho, que me acostumbré a usarlo: había muchas palabras que no comprendía: algunas por ser una lectora demasiado joven para esos términos y otras por ser muy “españolas”.
Sin embargo, mi romance con Corín no duraría más que unas cuantas siestas apasionadas de verano. Un día, quizás a falta de material nuevo, tal vez mi madre no había podido ir al quiosco de canje o yo había terminado las novelas antes que ella, vagando por la casa, sedienta de lectura, encontré la pila de revistas que leía mi papá, una pila bien masculina, rígida, erigiéndose desde el piso y casi hasta mi altura. Entonces no podía saberlo, pero mi descubrimiento llegaría en el momento justo para zafarme de las garras suaves, de uñas nacaradas, dedos largos de pianista, etcétera de la chic lit… aunque después verán que tuve mis recaídas.
Pues bien, en esas revistas apiladas en rígida masculinidad encontraría a esos héroes trágicos, hermosos y solitarios que me acompañarían a atravesar las zarzas de la infancia para depositarme sana y salva, mejor dicho: para abandonarme a mi suerte, en las doradas playas de la adolescencia.
Nippur de Lagash, el tuerto errante; Dago, el príncipe esclavo; Gilgamesh, el inmortal fueron enseguida mis favoritos: los tres atravesados por su tremendo destino. Las batallas en las que peleaba a espada partida Nippur, la hermosa amazona madre de su hijo; las ciudades atestadas de gente, de traición y de peste –sobre todo la lepra oculta debajo de velos que en algún momento se descorrían para mostrarnos rostros con la nariz comida por la enfermedad, cabezas sin oreja, brazos convertidos en muñones- esas eran las calles que recorría Dago cuando no estaba remando junto a otros esclavos en los barcos de los piratas; y Gilgamesh, el torturado inmortal, viajero del tiempo y las estrellas… los tres criaturas del gran Robin Wood.
Hace no muchos años, leyendo sobre la vida de Robin Wood, guionista estrella de la Editorial Columba que era la que publicaba las revistas donde aparecían estos héroes, supe que era hijo bastardo y que de muy joven se había ido a trabajar en los obrajes del Alto Paraná… Robin Wood con ese nombre que le puso su madre y que sonaba muy parecido al del otro Robin famoso (y no hablo del Joven Maravilla, claro), bien podría haber inspirado algún personaje de mis historias, sobre todo de Ladrilleros, mi última novela. Pero, si su biografía no inspiró ninguno de mis muchachos, sus criaturas sí han sido muy inspiradoras para mí desde que las descubrí.
Además del creador de mi trío favorito –estaba enamorada de los tres por igual-, también es el autor de Pepe Sánchez, Helena y Mi novia y yo, un poco más livianas, más divertidas, con las que me conformaba cuando llegaba a la última viñeta de las correrías de mis preferidos.
Y más o menos por esta época, seguramente arrastrada por estas lecturas y también por los gustos lectores de mi hermano, aparecieron los libros de Emilio Salgari y Julio Verne. Los de Verne venían además con la yapa de haber sido el autor de cabecera de mi abuelo Antonio –sí, el mismo que censuraba a Corín Tellado-; como yo no lo recordaba pues había muerto cuando tenía dos años, me había formado una fantasía heroica de él, un poco alimentada por mi madre seguramente, en la que el peón de campo volvía a la noche a su casita miserable, llena de hijos, y cuando todos se iban por fin a dormir, le robaba horas al sueño para leer a Verne bajo la luz pobre del sol de noche: mi abuelo era un hombre culto porque descendía de suizos-franceses –pensaba- y yo, su primera nieta mujer, había heredado su intelectualidad.
Un poco después vino la Colección Robin Hood. En esa época o eras fan de la Billiken o de la Robin Hood y para mí no había ningún tipo de dudas: esos libros amarillos, gorditos y con pocas ilustraciones eran casi libros como los que leían los adultos. Los de Billiken tenían menos páginas, eran para chicos haraganes, y seguro le faltaban partes de la historia.
Sin embargo, con la Robin Hood también hubo otra maniobra brusca en mis inclinaciones lectoras… porque, ay, lo primero que descubrí de la colección fueron las novelas de Louise Alcott, ese veneno azucarado que enfermó gran parte de mi niñez.
Nunca sería tan buena como las chicas de Alcott; nunca, nunca tendría la entereza para aceptar tanto sufrimiento con tanta alegría. Por más que me esforzara jamás le llegaría a los bajos del vestido a la generosa Jo que vendió su hermoso cabello para comprar las medicinas de su pequeña hermana, la dulce y moribunda Beth que, a pesar de los sacrificios de Jo, iría a reunirse con su padre muerto en la guerra uno de esos crudos inviernos que plagaban las páginas de los libros con sus jardines cubiertos de hielo por donde las muchachas se deslizaban sobre el filo de sus patines en los fugaces momentos de dicha que les permitía la pluma amarga de su autora. El amor que sentía por mi madre, que era enorme, nunca sería tan grande ni tan bueno como el que Jo, Beth, Amy le prodigaban a la suya, la viuda pobre y sufriente que, pese a todo, siempre tenía fuerzas para tocar una canción al piano y cantar con su coro de niñas para darles confianza. Las lecturas de Alcott me dejaban deprimida y descontenta conmigo. Sin embargo, cada vez que encontraba otro título en los estantes de la biblioteca de la escuela me lo llevaba conmigo, no podía negarme… supongo que esto habrá coincidido con alguna etapa masoquista de la pre-adolescencia.
Las novelas de Louise Alcott eran las que leía prestadas –de la escuela o de mis amigas-, pero ahorraba para comprarme otras que todavía conservo: Corazón, de Edmundo D´Amicis; Ella, Las minas del Rey Salomón, de Rider Haggard; Las aventuras de Tom Sawyer, Tom Sawyer en el extranjero; Violeta, una novela muy divertida, con una chica muy lejos de las de Alcott (la buena de Louise la hubiese quemado en la hoguera); aventuras del lejano oeste norteamericano cuyos títulos no recuerdo… en fin, un montón de otras historias que supongo oficiaron un poco de antídoto a Mujercitas, Una niña anticuada, Ocho primos, y etcétera.
Y llegamos al momento en que por fin pude hacerme socia de la Biblioteca Popular Bartolomé Mitre de mi pueblo. No recuerdo ese primer día en que traspuse la puerta para asociarme y sacar mi primer libro, pero me imagino –porque todavía llevaba la impronta Corín en mis venas y era bastante espamentosa- que mi corazón habrá dado un vuelco en mi pecho y me habré sentido emocionada. Empezaba otra etapa en mi vida: la de la chica de doce años que recorrería a pie las 15 cuadras que separaban su casa de la biblioteca una o dos veces por semana, con su carnet en el bolsillo trasero del jean, y un libro abajo del brazo.
Me habré quedado con la boca abierta ante tamaña cantidad de libros, no porque hubiese realmente tantos sino porque en mi escuela había muchísimos menos, y me habré sentido desorientada. Como en aquella época además de espamentosa era remilgada, me imagino que no habré pedido enseguida la ayuda de la bibliotecaria, y habré vagado entre los estantes, como caminando sobre algodones, tomando al pie de la letra los carteles que ordenaban: ¡silencio!, leyendo los títulos en los lomos, algunos descascarados y otros impecables pues nunca habían sido abiertos ni por curiosidad.
No recuerdo si fue por recomendación de la bibliotecaria o sola que di con las novelas de Sidney Sheldon y Laurence Sanders… seguro fue por ella que dos por tres me despachaba alguna de Danielle Steelle, en mi última y estrepitosa recaída en la novela romántica. Aunque lo mejor que leí por entonces fueron dos novelas de Guy des Cars, dos de entre las tantas suyas que leí: El solitario, la impresionante historia de un hombre ciego, sordo y mudo que se adjudica un asesinato y de las dificultades de su abogado a la hora de defenderlo; y La impura, la historia de una hermosa prostituta que se enferma y es enviada a un leprosario que cambiará su vida frívola.
La impura me conmovió tanto que, del mismo modo que a la protagonista, me aparecieron una pequeñas manchas rosas en el brazo: por supuesto, di por sentado que tenía lepra: ¿acaso a ella no la había contagiado un gato y yo vivía con gatos desde que tenía memoria? Le pedí a mi madre que me llevase al médico. En esa época mi mamá era enfermera y trabajaba en el Sanatorio Cruz Verde; allí fui a ver al Dr. Benítez, quien estudió con aparente interés mis manchas y sin aviso previo agarró una aguja y empezó a pincharlas. ¿Te duele? ¿Y a usted que le parece? Me había dolido en serio. Bueno, entonces esto no es lepra; dejá de leer un poco y ayudá a tu mamá en las cosas de la casa, más escoba y menos lectura, fue su inobjetable consejo.
Aunque hasta que empecé la facultad no leí a ninguno de los autores del cánon, desde que aprendí a leer siempre estuve leyendo. En la adolescencia era muy tímida y solitaria –todavía lo soy-, me costaba relacionarme, y tener un libro en la mano, poder abrirlo en un lugar público y ponerme a leer, me salvaba de muchas situaciones incómodas: no llevaba un libro, me agarraba fuertemente a uno para no ahogarme en mi propia timidez.
[Universidad del Litoral, Santa Fe, 3 de agosto de 2011]

domingo, 22 de abril de 2007

Marta

Una tarde de sábado, de primavera, de mucho sol Marta me bañaba en el patio. A Marta le gustaba bañarme y Mamá la dejaba. Cuando hacía frío colocaba el fuentón en la cocina y dejaba las hornallas encendidas. Cuando estaba templado, como aquella vez, y además era fin de semana y la curtiembre estaba cerrada, lo sacaba afuera y lo llenaba de agua tibia. Me bañaba en ese improvisado baño, enorme, con el cielo como techo; rodeada de macetas y los perros de mi casa que metían el hocico para tomar el agua jabonosa y me hacían cosquillas con la lengua.
Marta era una mujer muy pulcra. Me frotaba con la esponja una y otra vez.
-Me la vas a gastar de tanto fregarla.- Decía Mamá.
-Basta, Marta, que me hacés doler.- Me quejaba yo viéndome los bracitos enrojecidos.
Después me sacaba del agua y me envolvía en un toallón espumoso y limpio, me sentaba en su falda y, con una toalla pequeña, me secaba el pelo.
Marta siempre olía bien y su ropa y su cabello siempre estaban en orden. De lunes a viernes trabajaba en los laboratorios Roux Ocefa, en el Bajo Flores; se levantaba al alba y no volvía hasta la tarde; estaba en el sector de tripas donde, con intestinos de animales, fabrican los hilos para suturar. Una vuelta le dieron una medalla de oro porque en no sé cuántos años de trabajo no había faltado un solo día al laboratorio.
Marta vivió muchos años en casa. De tanto en tanto ella y Mamá se peleaban y Marta se iba un tiempo a lo de Nelly o a lo de Daniel, el modisto, que le alquilaba un cuartito en la terraza hasta que Mamá se disculpaba y ella volvía. En esas mudanzas esporádicas nunca se llevaba más que un bolsito de viaje con lo necesario como si no tuviese otra intención que tomarse unas vacaciones. El resto de sus cosas quedaban en su cuarto y aunque Mamá amenazaba con sacárselas todas a la calle y alquilarle la pieza a otro, nunca lo hacía.
Ese sábado yo todavía tenía seis años. La abuela estaba viva, pero casi no se levantaba de la cama. Mamá había salido con Adolfo Adorno, de Panzeri Maderas, que era su novio. Habrían ido a lo de Nelly y Dady a jugar al póker. Marta y yo estábamos solas. Con la abuela, que era como estar solas.
Le pedí que me dejara un poco más en el agua. Sentada en una silla ella se depilaba las cejas con una pinza frente a un espejito de mano.
-¿Duele eso, Marta?- Pregunté.
Ella se rió.
-Al principio duele muchísimo, pero después una se acostumbra.
Todo estaba en silencio. Algo inusual en esta casa siempre llena de ruido y movimiento. El sol brillaba en lo alto y en el cielo no había ni una hilacha de nube. Diría que era una tarde perfecta.
-¿Vos también estás loca, Marta?
Ella no contestó.
-¿Vos también estás loca como tu hermano?- Insistí.
-Carlitos no está loco. Tiene algunos problemas.- Dijo con voz pausada estirando la mano que sostenía el espejito y colocándolo en un ángulo que, seguramente, le permitía observar la ceja en la que había estado trabajando y que, a diferencia de la otra, todavía tupida y desprolija, formaba una línea finita y oscura sobre el arco ciliar, como una pincelada.
Marta, comparada con Mamá, no era una mujer bella. En realidad, ninguna de las amigas puesta al lado de Mamá lograba sobresalir en belleza y en gracia, en las fotos grupales siempre es ella la que acapara la atención. Aunque las demás estén mejor vestidas y peinadas y maquilladas siempre es Mamá la que se roba la escena.
Pero esa tarde Mamá estaba a muchas cuadras de la casa, lejos, en otro barrio, había que tomar por lo menos dos colectivos para llegar a ella o un taxi, recorrer muchas calles, salir de Pompeya y atravesar medio Buenos Aires. Lejos. Y entonces, esa tarde, con su batón de entrecasa y sus chinelas de goma y el pelo recogido en una sencilla cola de caballo y una sola ceja perfectamente depilada, Marta era una mujer bonita.
Se me cruzó por la cabeza que me gustaría que ella y no Mamá fuera mi madre. Por eso le pregunté si estaba loca. Si me hubiese contestado que no, que no estaba loca como su hermano, yo le hubiese confiado ese deseo, esa idea que no era la primera vez que se me ocurría: que me gustaría ser su hija. Pero como no me contestó ni que sí que no, no pude decirle. No sé qué habría opinado al respecto.
Alguna vez le había oído decir a Mamá que Marta no se casaba ni tenía hijos porque estaba loca. Quizás estaba enojada y lo decía por decir.
El hermano de Marta, el que ella decía que tenía problemas, estaba internado en Open Door. Era un hombre, tal vez hasta mayor que Marta, pero cuando ella lo sacaba del instituto, algunos fines de semana, y lo traía a Pompeya siempre lo tenía agarrado de la mano como a un chico. Él nunca se quedaba a dormir, pero solía visitarnos cada tanto. Antes de cada visita, Mamá y Marta me advertían que lo tratase bien, que no le llevase la contra y que no me quedase viéndolo como a un bicho raro. Las horas que pasaba en casa, las dos lo atendían y lo tenían entre algodones. Antes de la caída del sol, Marta y el hermano salían agarrados de la mano rumbo a la estación, al tren que lo regresaba a ese lugar donde vivía. Se iban llenos de paquetes porque Marta siempre le compraba cosas.
Algunos fines de semana eran Mamá y Marta las que se tomaban el tren para visitarlo y otra vez le llevaban montones de cosas: golosinas, revistas, cigarrillos, a veces ropa. Pero a mí nunca me llevaban con ellas.
-Vos no podés ir.- Me decían.- No es un lugar para criaturas.
-Pero quiero viajar en tren. Nunca vamos en tren a ninguna parte.
-No se puede. Otro día.
-Pero Mamá. Marta.- Protestaba mirando a una y a otra con ojos suplicantes.
-Tenés que quedarte con la abuela. Toto no está en casa. No podemos dejarla sola. Otro día, cuando Toto se quede, venís con nosotras.- Decía Mamá.
Y allá se iban las dos con los brazos cargados de obsequios para Carlitos.

En rigor, Marta no estaba loca. Pero tenía problemas. No sé bien qué, tal vez alguna clase de epilepsia. A los problemas de Marta los llamábamos ataques. A veces Mamá también les decía “patatús”, pero me resultaba una palabra poco seria para lo que sufría Marta.
Ataque era un término más preciso. Algo la atacaba desde adentro, tomaba posesión de su cuerpo, le desencajaba la mandíbula, le daba vuelta los ojos hasta dejarlos completamente blancos y lisos como dos perlas. Eso que asediaba a Marta desde lo profundo debía quemar como el infierno pues la obligaba a arrancarse la ropa hasta quedar totalmente desnuda y a correr por el patio como la nena del NAPALM. Cuando a Marta le agarraba el ataque había que trancar la puerta porque si no salía así como estaba, en cueros, y agarraba la calle.
No sé cuánto duraba aquello, tal vez un cuarto de hora o menos, pero así como llegaba se iba, abandonaba a Marta dejándola exhausta y sin saber qué había sucedido.
Mamá siempre contaba, yo no lo recuerdo, que cuando eso tomaba a Marta yo corría a buscar un frasco de perfume y le frotaba los brazos y las mejillas con colonia para traerla de vuelta. Mamá decía que daba resultado.

lunes, 26 de marzo de 2007

La camaradería del deporte

Cuando salió de su casa, Laura vio que el cielo empezaba a cubrirse de nubes ligeras y entrecortadas y que se había levantado viento, así que volvió a entrar y agarró un saquito. Caminó rápido las dos cuadras oscuras que la separaban de la avenida. Los mocosos del barrio no dejaban una lamparita sana.
-Puta que los parió, pendejos de mierda-pensó, y enseguida sonrió recordando que ella y sus amigos, de chicos, hacían lo mismo y había sido divertido.
Sobre la avenida había un poco más de luz. No andaba un alma. Miró el reloj: dos y treinta y cinco. Con tal que el Rojo no hubiese pasado ya. Prendió un cigarrillo y miró para el lado contrario a ver si venía Mariana. Nada.
-¿Se habrá dormido esta boluda?-pensó, dando un bostezo y largando humo, todo junto. Justo ahora que estaban más estrictos que nunca con el tema del horario. El puto ese de Sosa, desde que lo habían ascendido a supervisor, se había olvidado que hasta hacía un mes estaba achurando pollos igual que todos ellos.
Vio la trompa del Rojo asomarse a tres o cuatro cuadras y se apuró a terminar el cigarrillo. Escuchó un ruido a sus espaldas, dio vuelta la cabeza y la vio venir a Mariana, corriendo y haciéndole señas con los brazos. En un minuto estuvo junto a ella. Se agarró de su hombro con una mano mientras que con la otra se agarraba el pecho.
-Pensé que no llegaba-dijo jadeando.
-Estás hecha mierda, boluda-dijo Laura, estirando un brazo para parar el colectivo, aunque los choferes ya las conocían y paraban solos.
La puerta se abrió con un resuello y subieron.
-Pero qué cara está la sandía-dijo Raúl, el chofer de turno, mirando a Mariana a través de los espejos de los rayban que no se quitaba nunca.
-Ay, callate, Raúl, estoy muerta.
-La noche se hizo para dormir.
-Entonces me querés decir qué mierda hacemos nosotros levantados a esta hora-dijo Mariana y los dos se rieron.
-La semana tendría que empezar el martes-dijo Raúl dando marcha y devolviendo el coche al asfalto.
-Apoyo la moción-dijo Mariana yendo para el fondo a sentarse con Laura en uno de los últimos asientos dobles.
Laura estaba del lado de la ventanilla, mirando hacia afuera. Aparte de ellas dos, había un tipo joven que venía dormido y una mujer cuarentona vestida de enfermera.
-¿Qué pasó? ¿Te dormiste?
-No. Seguí de largo.
-Ponete las pilas, boluda. Mirá que Sosa no te va a dejar pasar una.
-Ese conchudo. Al final estábamos mejor con Cabrera. Era un pesado, pero por lo menos te dibujaba la ficha. Pobre. ¿Se sabe algo?
-Lo último que supe el viernes es que está igual. Lo peor es que cuando se le terminen los días de internación se lo van a tener que llevar a la casa.
-Pero si es una plantita.
-Para lo que les importa a los de la mutual. O se lo llevan o lo desenchufan. Se lo dijeron bien clarito a la mujer. Pobre mina. Por ahí lo mejor es que lo desenchufen y listo.
-Callate, Lauri, no digas así.
-Y bueno, nena. Así como está no es vida ni para él ni para la familia. ¿Cómo estuvo el partido?
-Ni me hablés. Para atrás.
-Quise seguirlo por la radio. Pero el pelotudo del marido de mi tía, desde que el pendejo más chico juega al básquet, no escucha otra cosa. Se piensa que el pendejo los va a salvar a todos.
-¿Cuál?
-El Gerardo. Es de los más chicos. No sé si lo conocés.
-Bueno. El partido en sí no valió nada. No sé qué les pasaba a los vagos. Los nuestros no daban pie con bola. Y los de Bovril son unos paquetes de yerba, pobres. Pero así y todo no les pudimos meter ni un solo gol, ni de rebote.
-A la noche te iba a llamar a ver si hacían algo. Pero con el embole que me pegué en ese bodrio de fiesta ni ganas tuve.
-¿Qué me dijiste que festejaban?
-Las bodas de oro de mis abuelos. Yo ni en pedo estoy cincuenta años con el mismo tipo.
-Sí, qué embole. Pero bueno, capaz que se quieren ¿no? ¡Pará! No te conté lo que pasó.
-Tocá el timbre, Marian, que el Raúl está dormido.
-Después me dice a mí, el paspado.

Pasaron el portón y subieron la explanada de cemento que conducía al edificio chato, cuadrado, iluminado por luces blancas, de morgue. Pintado sobre la pared un cartel anunciaba Pollos Cresta Dorada. A un lado del acceso de entrada a las oficinas de la administración se alineaba una veintena de bicicletas inmóviles. Saludaron a algunos compañeros que, ya enfundados en el uniforme blanco, con las botas de goma puestas, terminaban sus cigarrillos en la puerta. En el pasillo, de pie al lado de la máquina de fichar, estaba Sosa sonriendo bajo la luz fluorescente que le acentuaba el azul de la barba recién afeitada.
-¿Cómo les baila a las chichis? –dijo haciéndose el gracioso.
Mariana y Laura le respondieron con un seco qué hacés, Sosa; buscaron sus tarjetas en la pared y las metieron en la ranura de la máquina.
-Por un pelito no me llegan tarde-dijo Sosa consultando su reloj.- Así me gusta. No sea que después pierdan el presentismo.
Las chicas, sin mirarlo, devolvieron las tarjetas a su sitio y caminaron pasillo arriba rumbo a los vestidores.
-Este es un pajero marca cañón-dijo Mariana.- Me dan unas ganas de cagarlo a bollos...
-Dejalo. No le des bola. A estos tipos lo que más bronca les da es que los ignores.
En el vestuario, se desnudaron y se pusieron los uniformes blancos. Colgaron la ropa de calle y la guardaron cada una en su respectivo casillero junto a los zapatos. Después se sentaron en un banco largo para ponerse las botas de goma, también blancas. Por último se ajustaron los gorros de tela, metiendo adentro hasta el último mechón de cabello.
-¿Da para que nos fumemos un pucho a medias?-dijo Mariana.
Laura miró el reloj.
-No, mejor vamos. Ya estamos en hora.
-Puta madre.
-Oíme, ¿y vos por qué seguiste de largo?-le preguntó a Mariana.- ¿El Néstor no se iba a Mendoza el viernes?
-Ajá.
-¿Y se fue?
-Sip.
-¿Entonces?
-Es la hora de abrir pollitos, mami. Después te cuento.

El turno en el frigorífico es de tres de la mañana a doce del mediodía. A las ocho, los empleados tienen media hora para tomar un café y comer algo.Laura y Mariana salieron a la explanada de cemento con vasitos de papel humeantes en la mano. El día seguía nublado y ventoso.
Se sentaron sobre un murito largo donde otros empelados también bebían café o tomaban mate y fumaban.
-¿Entonces? ¿Con quien estabas anoche, turra?
-Me fui a tomar algo con el Chilo.
-¿Con el Chilo? ¿Y la novia? Si la Colorada no lo deja ni a sol ni a sombra...
-Parece que se tomaron un tiempo. No sé… Uy, pará, callate que ahí vienen las Trillizas.
Las Trillizas trabajan en el peladero, donde recién comienza el proceso: los pollos les llegan sin cabeza y llenos de plumas, todavía calentitos. No son hermanas ni parecidas, pero como siempre andan las tres juntas les pusieron las Trillizas. Una, la que lleva la voz cantante, es muy alta. Las otras dos, petisas, siempre van una a cada lado de la Alta, flanqueándola.
-Qué tole-tole se armó ayer, eh…- dijo la Alta.
-¿Por qué? ¿Qué pasó?- preguntó Laura.
-Boluda, justo iba a contarte- dijo Mariana.
-Flor de quilombo- dijo la Alta.- Pensé que terminábamos en cana.
Las petisas se rieron.
-Pero cuenten, che. ¿Qué pasó?- insistió Laura.
-Contale vos porque yo me acuerdo y me empiezo a mear de la risa- dijo Mariana.
Las Trillizas también se rieron.
-Denle, boludas, que en un toque tenemos que volver adentro.
-Se armó lío con las nenas del “Defen” de Bovril.
-No digan. ¿Las Rusitas?
-Sí. Resulta que las gringas taradas estas se vinieron todas vestidas iguales, de shorcito y remerita ajustada, tipo Las Diablitas, ¿me cazás?, pero con treinta kilos más cada una. Todas de verde. Se habían inventado cantitos y todo. Un cago de risa.
-¿Y se metieron en la cancha?
-No. Intentaron antes de que empiece el partido, pero el réferi las sacó carpiendo. No. Bardeaban de afuera, con los cantitos bola esos que no pegaban ni con moco. El partido empezó para atrás y fue todo el tiempo para atrás. Un bodrio. Y las boludas estas meta canto, levantando los brazos, meneando el culo y toda la gilada esa. Cuestión que nosotras estábamos en los tablones de enfrente. Estábamos nosotras tres, la Mariana, Anita, la Negra que cayó con dos vagas más que siempre andan con los de Patronato, no sé qué hacían ahí, venían de un asado, algo así, no entendí bien. La cosa es que estaban con nuestra barrita. Ahí, todas alentando, que esto, que aquello, poniéndole el hombro. A los veinte minutos ya estábamos re-podridas. No daba ni para putearlos. Parecían del regreso de los muertos vivos. Menos mal que los rusitos del “Defen” estaban igual, porque nos llegaban a meter un gol y ahí entraba yo misma en persona a cagarlos a patadas en el ojete. Cuestión que estábamos todas con la cara larga. Y enfrente las Rusitas que “dame la D, te doy la E, y te pido la F” y la concha de su madre.
La Alta detuvo el relato para reírse a coro con Mariana y las petisas y encender un cigarrillo.
Una ráfaga de viento arrastró varios vasitos vacíos.
-Me parece que se va a largar en cualquier momento- dijo Mariana mirando el cielo.
-En la radio dijeron que a mediodía- dijo Sosa que andaba merodeando entre los grupos de empleados queriendo meterse en alguna conversación.- No me van a decir que le tienen miedo a un chaparrón.
Ninguna le contestó.
-¿Y? ¿Cómo se preparan para el miércoles?
-¿El miércoles? ¿Qué pasa con el miércoles?- dijo la Alta.
-¿Cómo que pasa? Jugamos contra los de Sagemuller.
-¿Eh?- dijeron las petisas a dúo.
-¿Quiénes “jugamos”?- preguntó la Alta burlona.
-Cómo quiénes. Nosotros. Cresta Dorada contra Molinos Sagemuller.
-Ah, bueh…- resopló Laura.
-Me imagino que van a ir a apoyarnos.
-¿Y nosotras qué tenemos que ver?
-Cómo qué tienen que ver. ¿No se van a todos lados atrás de la Unión ustedes?
-La Unión es nuestro equipo del alma, querido- boqueó la Alta olvidándose que Sosa, ahora, era un superior.
-Y nosotros somos el equipo del frigorífico. Y hasta donde sé todavía trabajan acá. Mirá vos- le respondió Sosa medio mosqueado.
-¿Y desde cuándo el peladero tiene equipo?- preguntó Mariana.
-Desde que yo soy el supervisor- dijo Sosa.- Es para promover la camaradería entre los empleados.
-Y a eso ¿dónde te lo enseñaron? ¿En el Walt Mart?- deslizó Laura con ironía.
Antes de entrar en Cresta Dorada, Sosa había trabajado en el supermercado y siempre que podía traía a colación, ensalzándolas, las técnicas de mercadeo y adiestramiento del personal que propugnan las multinacionales yanquis.
-Con tal que a las mujeres no nos pongan a jugar al voley- dijo la Alta apagando la colilla con un pisotón.- En el primer salto me quedo seca.
-Tendrías que dejar de pitar un poco- dijo Sosa.
La Alta lo miró como para comérselo crudo, pero no dijo nada.
-Bueno, muñecas. Adentro que se terminó el recreo- ordenó el supervisor.
-Pará, Sosa. Me estaba contando algo- se quejó Laura.
-A los chismes los dejan para cuando se juntan a tomar mate, chicas. Acá hay que trabajar. Después al que le tiran la oreja es a mí.
-Un cachito más, Sosa. Si vos no hubieses venido a interrumpir ya hubiésemos terminado.
-No vine a interrumpir. Vine a ponerlas al tanto. Si no fuese por mí, se pierden el partido. Ustedes también son parte del equipo, che. Después hablen con las chicas de la administración que están preparando algo para el miércoles.
Las cinco se miraron: no se podían ni ver con las que trabajaban en las oficinas.
-Sí, sí- dijo Laura.- No te preocupés. Pero bancanos un ratito más.
-Está bien.- suspiró Sosa.- Vamos a hacer de cuenta que mi reloj está atrasado cinco minutos. Por esta única vez. Para que después no anden hablando por atrás y diciendo que soy un buchón. Para que vean que, aunque me ascendieron, sigo siendo uno de ustedes.
Sosa se fue a arriar a otro grupo y la Alta terminó su relato.

Las Rusitas son las esposas, novias y hermanas de los Defensores de Bovril, un equipo de la Liga Rural que dos por tres se enfrenta con Unión de Paraná, el cuadro que siguen las chicas.
No hay rivalidad entre los equipos, pero sí entre la hinchada femenina que se tiene pica desde hace rato. Las seguidoras del Defensores se sienten ninguneadas por las de la Unión, menospreciadas por ser del campo y protestantes, y tienen terror de que alguno de sus muchachos se meta con una de Paraná, por eso los acompañan a todas partes y siempre están a la defensiva.
Ese domingo, como contaba la Alta, se vinieron preparadas con sus atuendos verdes –el color del equipo-, medias bucaneras, cánticos y coreografía. Dispuestas a lucirse. De habérselo permitido, habrían entrado a la cancha a animar a su “Defen” querido antes del partido y así dejarles bien clarito a las paranaenses que los botines de Bovril tienen quien los lustre. Sofocada su primera ofensiva, no se desanimaron. Si sus muchachos dejaban todo en la cancha, ellas iban a dejar todo del tejido para afuera. La premisa era no parar de animar ni un minuto. Algunas tendrán cierto sobrepeso, como dijo la Alta, pero todas están acostumbradas al trabajo duro del campo y tienen aguante para rato.
Las chicas de la Unión estaban malhumoradas por el desarrollo del partido y encima les daba todo el sol en la tribuna, en una tarde bastante calurosa. Pero, si no hubiese aparecido la Shakira, seguramente la cosa no habría pasado de una andanada de insultos de tribuna local a visitante y algún empujón en el baño de mujeres.
La Shakira es una travesti afamada de avenida Ramírez, en la zona de la Terminal. Pero antes de transformarse en “la Shakira” jugó en las inferiores de la Unión y a la albiceleste la lleva metida en el pecho. Siempre dice que su amor por el fútbol empezó en la cancha y siguió en los vestuarios. En el club todos la quieren. Las malas lenguas dicen que de vez en cuando les anima las fiestas a los jugadores, pero si alguien se atreve a mencionarlo la Shaki se enfurece: vos qué te pensás, que los de la Unión son bufarrones, es la respuesta más suave que le merece un comentario de este tipo.
La cuestión es que ese domingo la Shakira entró haciendo crujir el tablón con sus tacos aguja. No tenía un buen día. Andaba de amores con un médico del Centro y el hombre la tenía a las vueltas, mareándola con promesas falsas. Esa madrugada habían terminado a las puteadas. Y la Shaki vino a la cancha a descargarse.
Preguntó cómo iba el partido. Recontra para atrás, le dijeron, y encima nos tenemos que aguantar a las conchudas estas haciéndose las porristas.
Los ojos de la Shaki, impenetrables detrás de los lentes negros, encontraron rápidamente el objetivo.
-¿Qué pasó? ¿Se incendia el monte que salieron todas las cotorras?- dijo. –Ya les voy a dar a estas venir a hacerse Las Diablitas acá.
Apenas empezado el entretiempo, se paró, se acomodó la pollerita de jeans que se le había arremangado y puso las manos en las caderas.
-Síganme las buenas- dijo y volvió a hacer crujir los tablones de la tribuna, bajando sin mirar dónde pisaba como las vedettes del teatro de revistas.
Las otras se miraron. No sabían qué planeaba la Shaki, pero estaban dispuestas a acompañarla hasta el final.
Pasaron atrás del arco y se ubicaron, disimuladamente, en el lado visitante. Las Rusitas seguían en la suya, cantando y bailando, dispuestas a no parar, pasara lo que pasara. Dos o tres se habían salido de la fila y tomaban agua de unas cantimploras y elongaban preparándose para volver a entrar cuando la coreografía lo permitiera.
Comenzó el segundo tiempo. La Shaki, sin aviso previo, saltó como un gato sobre el tejido, metió la punta de sus botas entre la malla de alambre y los dedos de largas uñas rojas y trepó un trecho. Frotándose contra el tejido fue levantándose la musculosa hasta que las tetas le quedaron al aire. Prendida del alambrado empezó a moverse para atrás y para adelante y con un grito digno del gol que nunca hubo en ese partido aulló: Boooooovriiiiiil, haceme un hijooooo.
Por unos segundos todo pareció congelarse. Las Rusitas siguieron cantando y bailando, tratando de no perder el ritmo, pero todas miraban azoradas a la Shakira que seguía meneándose en las alturas. El suyo fue un alarido de guerra. Pasado el momento de sorpresa, el resto de las chicas de la Unión se tiraron contra el tejido y empezaron a escalar y la consigna: Bovril, haceme un hijo, fue creciendo, violenta como una ola, tapando los versos con ritmos de Ricky Martin y la Shakira colombiana que las Rusitas coreaban a grito pelado, ya sin preocuparse en mantener los tonos, intentando vanamente acallar ese otro, obsceno y diabólico, dirigido a sus maridos, novios y hermanos.
Cuando vieron que con las canciones no iban a ninguna parte, largaron los carteles y las porras y se fueron contra las de la Unión a desengancharlas del tejido de los pelos. Terminaron todas revolcándose en el piso: Anita, las Trillizas, la Negra y sus amigas de Patronato, todas contra las Rusitas. Menos Mariana que se demoró en el baño y llegó cuando la batalla había comenzado. Y la Shakira, que tenía por regla no pegarle nunca a una mujer y se bajó sola del tejido y fue a la tribuna a fumarse un porro y ver el espectáculo junto con los hombres que no se decidían a separarlas.

Laura y la Alta se separaron a las carcajadas en el pasillo y volvió cada una a su trabajo: todavía les faltaba completar la mitad del turno.
Mariana y Laura están en la parte de evisceración, una de la etapas finales del proceso de faenamiento: el pollo se desliza por la cinta, pelado y con un corte vertical en la pechuga, ellas meten la mano, sacan las achuras, desechan lo que no sirve, separan los menudos, los meten en pequeñas bolsitas y otra vez al interior del pollo. Para esta tarea son más eficientes las mujeres pues sus manos pequeñas pueden introducirse rápidamente en el tajo. Aunque usan guantes, la blandura tibia de las vísceras traspasa el látex finito y por más que llevan varios años haciendo lo mismo, no pueden evitar retraerse de asco cada mañana cuando meten la mano por primera vez. Después se acostumbran y al tercer o cuarto pollo las yemas de los dedos pierden toda sensibilidad y actúan como ganchos mecánicos.
Laura estuvo el resto del turno riéndose sola con el relato de la Alta.

Al mediodía volvieron al vestuario, se ducharon y se rociaron un tubo entero de desodorante en todo el cuerpo. Por más que se fregaran y se perfumaran, el olor a pollo las seguía como un perro.
Volvieron a ponerse sus “ropas humanas”, como decía Laura; pasaron por la máquina de fichar y salieron.
-Estoy molida, boluda- dijo Mariana.
En la parada de colectivos prendieron un cigarrillo. El día seguía encapotado, húmedo y ventoso, típico de la primavera en Paraná.
-Así que se fueron a tomar algo con el Chilo.
-Ajá. Parece que se va.
-¿El Chilo? ¿Adónde?
-A Buenos Aires. Hay una punta para que se pruebe en un club de la provincia. En Lanús.
-Mirá vos. ¿Y se va nomás?
-Y sí… tiene que aprovechar, no le queda mucho tiempo. Tiene parientes allá. Un tío que tiene un lavadero. Al principio va a laburar con él. Por eso se peleó con la Colorada.
-Sabés que nunca entendí, Marian.
-¿Qué cosa?
-El Chilo y vos. Desde los doce años que van y vienen. Cada uno ha tenido novio y novia y siempre viéndose. El Néstor es muy bueno, pero…
-¿Pero qué, che? Yo al Néstor lo quiero.
-Pero del Chilo siempre estuviste enamorada.
-Y bueno, Lauri, a veces las cosas se dan así y hay que tomarlas como vienen. Qué querés que te diga.
-¿Por qué nunca se jugaron por lo que sienten?
Mariana aspiró la última pitada y tiró la colilla de un tincazo. Los ojos le brillaban.
-Ahí viene, Lauri.
El colectivo frenó y subieron. Venía repleto. Se tomaron del pasamanos, en silencio. De repente, Mariana dijo:
-Bovril, haceme un hijo. Qué loca esta Shakira.
Las dos se rieron.

domingo, 25 de febrero de 2007

El del medio

Estaba despidiendo al chofer del camión jaula que había venido a llevarse una carga de pollos cuando la vio a su mujer hablando con Tonio, su hermano menor.
Verónica tenía a la criatura encajada en la cadera, la musculosa y el shorcito le dejaban medio cuerpo al aire. Habría llegado mientras él estaba en los galpones cazando pollos. ¿Ya se le habría pasado la bronca? Ayer los dos habían peleado y ella había agarrado el nene y la camioneta y se había mandado a mudar a lo de su madre. Cuando pasó a su lado le gritó que no pensaba ir a buscarla de nuevo y otras cuantas cosas que el ruido del motor le habrá impedido escuchar. Por suerte, porque se arrepintió enseguida. Él a Vero la quiere, pero ella lo saca de las casillas dos por tres.

Su padre le advirtió que eran muy jóvenes para casarse. Pero la opinión de su viejo estaba contaminada por su propia experiencia. No confiaba en el matrimonio. O, mejor dicho, desconfiaba de la lealtad de las mujeres. No era para menos: la suya lo había dejado con tres hijos chicos y se había pirado con su mejor amigo. No había razón para que su padre creyera en la lealtad de nadie.
Sin embargo él, pese a su corta edad, creía que las cosas podían ser distintas. Con Vero estaban enamorados y la noticia del nene en camino fue la excusa perfecta para estar juntos como Dios manda, sin que ella tuviera que escaparse para verlo.
-Si no la hubieses preñado, no entrabas nunca a mi familia.- Le había dicho el padre de Vero.-Pero ahora que me la echaste a perder, te casás. No voy a criar un nieto guacho.

Le da mucha rabia ver a su mujer y a su hermano menor juntos, todo el día chucu-chucu, a las risas. Tonio no es como él y el Willy que se rompen el espinazo en los gallineros, de sol a sol enterrados en mierda de pollo, con olor a plumas, contagiándose piojillo, los brazos y las manos llenos de arañazos que se infectan y entonces a Vero le da impresión que la toque o agarre al nene. Tonio es distinto. Cuando el padre se enoja con él dice que es igual a la madre. Y por ahí eso es lo que le preocupa. Que Tonio sea como su madre. O que Vero tenga las mismas mañas que ella. Para el caso es lo mismo.

Cuando la madre se fue con ese tipo, Denis, Tonio era un bebé más chico que su nene y el Willy y él tenían cinco y cuatro años. Guardaba algunas imágenes de esos primeros días. El padre enfurecido poniendo la casa patas arriba. Arriando con todas las pertenencias de la mujer y prendiéndoles fuego en el patio. Asustado y al mismo tiempo fascinado porque nunca había visto una fogata tan grande, se había quedado en cuclillas mirando las lenguas de fuego que se movían con el viento. Sin querer se había hecho pis encima y cuando se dio cuenta se puso a llorar, todo en silencio y sin cambiar de posición. Por suerte era de noche y el padre tenía la cabeza en otra cosa como para darse cuenta de algo. No paraba de decir que los iba a buscar y les iba a dar un escopetazo a cada uno. ¿Había llegado a agarrar la escopeta o a eso se lo había inventado él? Sea como sea el caso es que no salió a buscarlos ni mató a nadie. Aunque le dijo a todo el mundo que lo haría si volvían a cruzarse en su camino. Tal vez lo decía para que ellos se enterasen y no se les ocurriese volver. Tal vez tenía miedo de terminar perdonándolos si regresaban y se lo pedían.
Con los años había comprendido que su viejo era incapaz de matar a nadie. Todavía no sabía si eso era una virtud o un defecto.
Mientras, Tonio lloraba como un marrano. No había parado de llorar durante días más que en los cortos intervalos en que lo vencía el cansancio y dormía algunas horas. El Willy andaba para todos lados con el hermanito a upa. El nene berreaba y el Willy se lo llevaba lejos para que el padre no se pusiera peor de lo que estaba. Él tampoco aguantaba oír a la criatura, pero le daba miedo quedarse solo así que no tenía más remedio que irse atrás del Willy. Caminaban por el campo, se iban hasta el arroyo o se metían en una arboleda enorme: a Tonio le llamaba la atención el movimiento de las hojas y un poco se calmaba.
Por suerte a los dos o tres días llegó la abuela para poner orden y encargarse de todos. De a poco las cosas se fueron reacomodando. La abuela, que había venido con un bolso chico y un par de mudas, mandó a traer el resto de sus cosas y se quedó a vivir en la casa. Con el paso de los días Tonio empezó a llorar cada vez menos. Hasta que agarró la mamadera, la abuela se mojaba el dedo en leche y se lo metía en la boca como a un gatito.

El camión echa a andar y el chofer saca un brazo por la ventanilla diciéndole adiós. Él también levanta la mano devolviendo el saludo. Manejá con cuidado, grita y el otro le responde con un bocinazo.
Vero dejó al nene en el suelo. Está fumando y sigue charlando animadamente con el cuñado. Amaga ir hacia la casa, pero enseguida se arrepiente y enfila hacia los gallineros. No tiene ganas de hablar con ella todavía. Se prende un pucho y camina rápido como si fuese a hacer alguna diligencia. No va a hacer nada. Sólo quiere parecer ocupado y poner distancia.

Este año se juró trabajar el doble para que el año que viene Tonio pueda irse a estudiar veterinaria a Esperanza, en Santa Fe. Lo quiere lejos de su mujer. No lo quiere otro año dando vueltas por la granja, dándole charla a Verónica. Los dos ociosos haciendo Dios sabrá qué mientras el Willy y él andan en los galpones.
Se queda el padre en la casa, pero el padre se mete en la pieza a tocar el acordeón o se va al boliche todo el día y después hay que ir a buscarlo porque llega la noche y él no vuelve. Apenas ellos pudieron arreglarse solos fue como que el padre dijo basta, hasta acá llegué. Con el Willy levantaron la granja y la hicieron funcionar. Los dos son muy trabajadores. No sabe de dónde les viene. No del padre que siempre fue bastante vago, de haber sido por él no más se habría dedicado al acordeón.

Técnicamente el invierno no ha terminado, pero la temperatura pasa los 25 grados, hay mucha humedad y viento norte. Algo así como el veranillo de San Juan, aunque eso es en junio, le parece. Como sea, el olor de los gallineros se densifica y los enjambres de moscas se posan en los troncos de los árboles y en las paredes formando manchas oscuras y zumbonas. Vero detesta las moscas y la peste de los pollos. Ella es una chica de pueblo y no se acostumbra a ser la mujer de un granjero. Por ahí tendría que haberse casado con alguien como Tonio que el día de mañana y si Dios los ayuda va a ser un profesional con chapa de bronce en la puerta.

Cuando empezó la escuela, el Willy que ya estaba en segundo, les venía diciendo a todos que la madre era muerta y él siguió con el cuento. Por no desmentir al hermano o porque le daba vergüenza, vaya a saber. Una mentira blanca, de niño, que a veces terminaba creyéndose. Fantaseaba con que su padre, sin que nadie lo sepa, había encontrado a la madre y le había disparado con la escopeta tal como le oyó jurar. El amante, sin embargo, había logrado escapar. El padre lo había dejado irse para que sea él, el hijo del medio, quien cuando crezca lo atrape y lo mate. En los juegos de pistoleros que jugaban en la escuela, cada chico que caía bajo su ¡pam! estás muerto, secretamente era Denis. Cuando fue más grandecito y su padre le enseñó a disparar la escopeta, cada liebre que perseguía a campo traviesa hasta darle alcance, cercarla, apuntar y jalar del gatillo, cada liebre que daba su último salto impulsada por la velocidad mortal de los perdigones, era Denis. Cada tiro que le dejaba el hombro moreteado por el impacto de la culata contra su carne blanda, infantil, era a Denis a quien se llevaba de este mundo directo al infierno.
Apenas entrado en la adolescencia, dejó la escuela igual que el Willy y los dos se pusieron a trabajar como adultos. Por esa época murió la abuela y con lo que le tocó de herencia al padre construyeron el primer galpón y arrancaron en el negocio de los pollos. El trabajo duro había aplacado su deseo de venganza. No tenía tiempo de pensar en ese hombre ni en su madre. No es que los hubiese perdonado, sólo que cada vez pensaba menos en el asunto; se fue convenciendo de que nunca más vería a su madre que era, en cierto modo, como si estuviese muerta.

En la familia nunca se habla del tema. Debe ser de lo último que puede querer hablar el padre y, por supuesto, él lo comprende y respeta. Pero tampoco los hermanos hablan de eso.
El Willy es callado como una piedra. De lo único que habla es de pollos y de números. Nunca tuvo novia. Sospecha que ni siquiera estuvo alguna vez con una mujer. Y con Tonio no se puede hablar en serio de nada. Según como se mire tuvo más suerte que ellos: era tan chiquito cuando ella se fue que su memoria no guardó nada de la madre.

Hace unos años, un conocido del pueblo llamó por radio y él recibió el mensaje. Decía que su madre iba para allá en un remís, que quería verlos y que los esperaba en la tranquera.
Nunca le dijo a nadie, pero fue.
En la entrada a la granja hay un grupo de árboles frondosos. Se trepó a uno y esperó oculto entre las ramas y las hojas de la copa tupida. Al rato vio el Renault blanco salirse de la ruta y estacionar en la tranquera. Bajó una mujer delgada, vestida con jeans y remera, el cabello rojizo, teñido, ni corto ni largo. Joven todavía. Con buena figura. De habérsela cruzado en la calle, él, que ya empezaba a prestar atención al sexo opuesto, se habría dado vuelta para relojearle el trasero.
Ella se apoyó en el capot del auto y encendió un cigarrillo. A este primero le siguieron unos cuantos en la hora larga que estuvo esperando, sin moverse, a pesar del calor que rajaba la tierra. No se acordaba que su madre fumara. Aunque tal vez había agarrado el vicio después de dejarlos.
El conductor se quedó sentado frente al volante y puso la radio. La música, una canción de moda, llamó su atención y entonces vio que en el asiento trasero había dos criaturas. Una sacó la cabeza rubia por la ventanilla y llamó: Má. Tendría seis o siete años. Má, gritó, me hago pis. La mujer se dio vuelta, pero se quedó en el lugar. Bajate y hacé atrás del auto: en mi cartera hay papel. No, dijo la nena, me van a ver. Decile a tu hermana que te tape; dale que acá no hay baño.
Bajó una por cada puerta. Las dos rubias y con poca diferencia de edad. Se escondieron atrás del parachoques y se agacharon para mear. Después anduvieron correteando por ahí. La madre, sin mirarlas, les pidió que no se alejaran y que se quedaran quietas.
Pasó un montón de tiempo. Empezaba a acalambrase de estar inmóvil arriba del árbol, cuando el remisero se asomó y le dijo a la mujer que tenían que ir volviendo, que tenía una reserva para las cinco. Ella le pidió que esperasen un poco más. El hombre dijo que no, que no podía, que la reserva estaba hecha desde la mañana y que no le podía fallar a su cliente. Si no aparecieron todavía, no van a venir; le dijo. Las nenas se quejaron que tenían sed y estaban aburridas. Tenían tonada porteña.
La mujer se alejó del auto y se subió a la tranquera. Se puso una mano en la frente y miró lejos, seguramente con la esperanza de verlos venir o algo, pero la casa estaba demasiado retirada como para ver nada desde allí.
Está bien, dijo volviendo al coche, vamos.
El chofer dio marcha atrás, giró y agarró la ruta de nuevo. Él bajó del árbol, pasó entre los hilos del alambrado y corrió hasta la banquina. El auto era un punto blanco que fue tragado enseguida por el asfalto brillante.

Cuando se acerca a la casa, le llega el olor a comida. Churrascos a la plancha. Sonríe. Vero no sabe cocinar otra cosa.
Se detiene en la pileta de lavar ropa y mete los brazos bajo el chorro de agua fría, se enjabona y friega con fuerza y luego se enjuaga y seca con una toalla que saca de la soga.
Vero sale de la cocina y agarra al nene que trataba de sacarle un hueso a uno de los perros.
Tonio, reprocha, fijate lo que hace tu sobrino, casi le roba el hueso al perro: mirá si lo muerde.
Este perro es más bueno que Lassie, dice Tonio riéndose, si se crió con nosotros.
Sos un tiro al aire: no se te puede encargar nada, dice ella más divertida que enojada. Sin embargo cuando lo ve entrar en el patio se pone seria.
Hola, dice él, volviste.
El nene se ríe y le tira los bracitos. Ella lo agarra por debajo de las axilas y se lo tiende. El crío pega varias pataditas en el aire como si así fuera a llegar más rápido a los brazos del padre. Alza a su hijo y lo aprieta contra el pecho. Es tan blando y frágil. ¿Qué harían si Vero los abandonara?
Ella regresa a la cocina. Él se queda en la galería haciéndole unas monerías a la criatura. Tonio deja la revista que estaba hojeando y le dice que le dé al nene si quiere, queriendo ser cómplice de la reconciliación de la pareja. Pero él se lo niega y entra en la casa.
Vero está poniendo la mesa.
Qué suerte que volviste, le dice él.
Ella no responde, pero sonríe, le da un beso y los abraza a los dos, al esposo y al hijo, en el mismo abrazo. Él cierra los ojos y siente la respiración cálida de su mujer contra el cuello y las babas del nene que le empapan el hombro de la camisa. Piensa que él, a diferencia de su padre, sí sería capaz de matarla si los deja.

sábado, 24 de febrero de 2007

Semanario Análisis/Entrevista